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Mensaje por Invitado Vie Mayo 11, 2012 2:58 pm

Bueno, el hecho es que me gusta escribir historias cortas (sí, más que historias largas y enrevesadas), por lo que como es menester me encantaría compartirlas con todos vosotros para que pudierais leerlas y decirme la opinión que os ofrece la historia, agradeciéndose siempre los comentarios constructivos. Sin más dilación, os dejo con la primera de mis historias...


Introducción al desastre

¿Nunca habéis pensado algo que no creíais propio de vosotros mismos? ¿Nunca habéis intuido o sabido algo de lo que vosotros ni siquiera teníais conciencia? Precisamente, el subconsciente es una parte muy peligrosa de todos nosotros. Entendedme, os lo digo por experiencia, a veces vuestros deseos más profundos no están al alcance de lo que conocéis aparentemente, pero si rascáis un poco en la mente acaban por salir. Esos deseos pueden ser buenos, pero también pueden ser malos. El deseo de matar a alguien, incluso sin planteárnoslo claramente; el impulso de desearle el mal a cualquier persona; el sueño de que algo suceda, aunque sea para un beneficio propio y una desgracia para los demás... un acto egoísta. Normalmente nuestro subconsciente es capaz de suprimir estos pensamientos durante algún tiempo (aunque también es innegable que en ocasiones salen a la luz). Pero ahora planteaos: ¿Y si algo o alguien (llamémoslo genio maligno en homenaje a René Descartes) desatara todo eso? ¿Y si tal ser tuviera el poder de controlarte y te obligara a hacer cosas que ni podrías imaginar? El diablo es famoso por sus tentaciones, por sus actos malvados aparentemente inocentes que acabarán con tu descenso a lo más profundo de la maldad. Y créeme, yo lo sé porque así lo he vivido. Todo esto que os explico, todo esto que os narro, ya ha tenido presencia en mí, y si quiero que lo entendáis, si quiero que lo asimiléis, solo es para que no caigáis en un error que os pueda costar algo más que la vida..

Lo tenía entre mis manos y lo sentía como el tesoro más precioso que pudiera imaginar en mi mente. No podéis ni vislumbrar la emoción que recorría todo mi cuerpo tan solo al tocar aquel objeto, imán receptor de mis alegrías, o más bien de mi euforia. Lo miraba y no descubría más que el utensilio normal y corriente que era: un extraño libro de hojas vacías, encuadernado con cuero. No sabía qué era lo que me llamaba la atención, ni siquiera yo podía comprender cómo podían mis emociones exaltarse de ese modo ante algo tan simple. Quizá fuera su belleza exterior: ese aspecto antiguo que hace que todo objeto sea envuelto por un aura siniestra y bella al mismo tiempo; quizá fuera la incertidumbre de lo que había sido el pasado de tal libro: por qué manos había pasado antes que por las mías, o cómo había llegado al lugar en el que yo lo había encontrado.

Hacía varios días que estaba en aquella casa campestre, ubicada cerca de las montañas contiguas a Muro de Alcoy, perteneciente a mis abuelos y en la que me habían dejado unos días de tranquilidad ante mi propia petición. Puede que os suene extraño que haya tanta permisividad (o confianza) en un joven de dieciocho años como era yo, pero siempre había sido un chico avispado, moderado y maduro desde mi niñez, y por lo tanto me había ganado el favor de mis padres y de muchos otros de mis familiares. El caso es que había sido yo mismo quien les había pedido que me dejaran solo en aquella casa, alejada incluso de la ciudad de Muro por unos pocos kilómetros, y no lo había hecho con otra intención que no fuera la de poder estar tranquilo y, tal y como era mi deseo, empezar a escribir esa historia que tanto tiempo había tenido pendiente. El motivo era mi dedicación a la escritura, mi hobby predilecto, y muchas veces me había presentado a interesantes concursos en los que había salido ganador. No hay que esconderlo: tenía un don para escribir. Sin embargo, hacía ya varios meses que mi imaginación se había secado del todo: no había inspiración alguna, estaba vacío, sin capacidad para crear esos mundos fantásticos tan característicos que había concebido en el pasado, y no me gustaba nada sentirme de ese modo. Por esa razón decidí aislarme de la ciudad, y dado que nos encontrábamos en un período vacacional, sin clases ni exámenes, lo hice marchando en solitario a aquel bello paisaje que tantas veces había recibido mi interés e intensificado mi imaginación. Pero ni con esas había conseguido nada. Durante varios días hice vida normal: me levantaba, bajaba al pueblo de vez en cuando, descansaba, visitaba a gente... pero la creatividad seguía paralizada, lo que me desesperaba. Por esa razón aquel día decidí dar un largo paseo, no por la ciudad si no por la propia montaña, y no volvería a casa hasta que tuviera buenas sensaciones que me contentaran.

El caso es que no tuvo que pasar mucho tiempo para que ocurriera. Llevaría cerca de media hora caminando y escalando por los campos agrestes y poblados de hierbajos, insectos y otros tipos de animales cuando llegué a una gran explanada. Era un lugar llano, en el que había plantas secas, color dorado, y estaba habitado por árboles variados... pero en el centro se encontraba uno que consiguió llamar mi atención más que el resto. Era un árbol que destacaba por su vejez, ya que a primera vista se podía ver diferente a los que le rodeaban, pero sin ir más lejos con esta enunciación he de admitir que parecía mucho más altivo, orgulloso y grandioso que cualquiera de los que le acompañaban. Me acerqué a él con curiosidad, sin duda me había hipnotizado, y quedé justo debajo de su copa. Mas, una vez que estuve ahí, hubo algo que me hizo desviar mi atención repentinamente. Al principio lo descubrí tan solo como una figura que no habría sabido decir si era propia de una piedra o un hierbajo, pero al tiempo que me acercaba iba concretándose más, y finalmente, se mostró tal y como era: un viejo libro encima de la hierba. Su localización parecía casual, no tenía nada a su alrededor, y sin embargo no pude evitar sentir una grandísima atracción hacia él. Algo me decía (un instinto, una voz interior, un pensamiento vago... como queráis llamarlo) que aquel libro podía ser la salvación a mis problemas imaginativos. Sin dudarlo me agaché y lo cogí entre mis manos. El tacto con él no era frío, sino cálido, y a pesar de estar cubierto por una capa de polen su belleza se acentuó ante mi mirada una vez estuvo entre mis manos. Había conseguido abstraerme del exterior: del viento, del olor a naturaleza, del frío, e incluso de la elegancia de aquel árbol que había conseguido llamarme la atención en una primera instancia. En ese momento estábamos solo nosotros dos: el libro y yo, en un mundo inaccesible para cualquier elemento ajeno a nosotros. Ojee sus hojas por curiosidad, descubriendo que todas ellas estaban en blanco. Nada más lejos de decepcionarme he de decir que esto me animó aún más: habría estado bien si hubiera tenido un contenido interesante, pero estaba aún mejor que yo pudiera ser quien hiciera interesante su contenido. Y sin importarme nada más, habiendo encontrado aquello que buscaba, me separé del lugar y me encaminé hacia la casa con mi nueva adquisición entre las manos.

No exagero al decir que a cada paso que daba, mientras me acercaba a mi nuevo destino, aquella atracción hacia el libro iba en aumento. Tenía unas enormes ganas de llegar a casa, sentarme en la mesa y, lápiz en mano (había decidido escribir con él por si tenía que hacer retoques, para no desperdiciar mi estimado objeto) y empezar a escribir mi historia. Ni siquiera tenía la más mínima idea del tema sobre el que iba a tratar la narración, tan solo sentía en mi mente una idea mecánica que me decía que tenía que escribir, escribir y nada más. Y antes de darme cuenta ahí estaba: en el salón de la casa, con una confortable chimenea crepitante a mi lado, sentado sobre un cojín mullido en una silla cómoda y con el libro frente a mí (abierto por la primera página en blanco), teniendo el lápiz sujeto en mi mano derecha. Respiré hondo varias veces, estaba nervioso, y me enfrenté cara a cara contra mi propio reto personal. Hasta ese momento mi propia coherencia ya había puesto en duda si la tarea iba a ser tan fácil, dada la irracionalidad ilógica de mis sensaciones (la idea de que a partir de ese momento el escribir sería coser y cantar, sin fundamento alguno). No sabía si mi mente me estaba engañando o qué era lo que pasaba, pero había pasado de encontrarme desolado por la falta de creatividad a sentirme como si estuviera desbordado por ella... pero sin estarlo. Cerré los ojos y volví a respirar hondo. No los abrí de nuevo. En ese momento, sin que yo lo quisiera o siquiera lo controlara, mi mano empezó a moverse a lo largo de las hojas (lo sentía, mas no lo veía) a una velocidad antinatural, imposible de creer. Era como si hubiera caído en un estado de shock: estaba escribiendo pero no sabía lo que estaba escribiendo. ¿Qué era lo que ocurría? No tenía la más leve intuición sobre lo que pudiera ser, pero por el momento simplemente dejaría que fuera.

No pude controlar el tiempo que había quedado en ese extraño trance, pero llegado el momento oportuno, como si ya estuviera designado, pude separar mi mano del lápiz haciendo que éste cayera sobre la mesa. Abrí los ojos y respiré jadeante. Me dolía mucho la muñeca. Debía de haber pasado un largo lapso temporal desde el momento en el que empecé a escribir. Quedé varios segundos simplemente mirando el libro. Pude ver una hoja escrita a mitad (aquella en la que estaba abierto), pero también podía ver el cúmulo de aquellas que habían quedado atrás, ya completas. Cogí el custodio de mis palabras inconscientes y empecé a leer por la primera página. Era sorprendente. Aquel vocabulario, aquella fluidez, aquella belleza y al mismo tiempo la facilidad de lectura... ¿Era realmente fruto de mi habilidad? De por sí la historia, al menos en su principio, no tenía nada de maravilloso y hasta cierto punto tenía bastantes semejanzas con aquello en lo que yo me había convertido en los últimos tres años.

Cuando era más joven, sobre todo entre los doce y los quince años, a mí siempre me había gustado escribir historias fantásticas, basadas en argumentos espectaculares y extremadamente creativos. Sin embargo, el paso del tiempo había hecho mella en mi forma de ser, de pensar y de escribir, y me había convertido en una persona completamente arraigada a una sociedad cruel y malvada, la cual detestaba. Conocía perfectamente mi entorno, mi realidad y mi mundo, sus imperfecciones, sus injusticias... todo, y quería cambiarlo mediante mis propias manos. Borrar el mal del mundo a base de deseos y palabras era difícil, para lograrlo (tal y como sabía) había que hacer uso de los actos. Y precisamente ese pensamiento estaba impreso en mi historia. El protagonista era un extraño hombre del cual no se daban muchos detalles, pero que yo no tardé en relacionar conmigo mismo. Éste daba inicio a la historia con un asesinato vil y premeditado, pero que al mismo tiempo era justificado (se intentaba justificar) mediante las palabras del propio asesino, quien conversaba con su víctima mientras la mataba. Ésta, según se demostraba en la conversación, también había tenido sus abundantes pecados a lo largo de su vida (no en el sentido religioso, si no humano (había traficado con niños, los había explotado, había abusado de menores...)), y el sofisticado protagonista aducía tales motivos como justificación de sus acciones. Hasta ahí llegaba lo escrito, que ocupaba unas quince páginas.

En cuanto acabé de leerlo no pude evitar recordar un personaje que había salido en las noticias recientemente. Era el director de una empresa multinacional, quien había sido juzgado por presuntos delitos de violación, explotación y tráfico humano. Había salido impune hacía dos días. Yo me sentí indignado cuando me enteré, pues había seguido día a día su juicio y tenía claro que las acusaciones que le hacían eran sólidas y tenían pruebas más que suficientes para empapelarle y condenarle... no fueron suficientes. Cuando escuché aquella palabra (“inocente”) juro que sentí unas intensas ganas de matarle o de que muriera aunque no fuera por mis manos. Fue un instinto, pero lo sentí, y no puedo negarlo.

Pasé bastante tiempo mirando y releyendo todo el texto, buscando errores que pudiera encontrar. No hallé ninguno. Seguidamente volví a colocar la libreta en la mesa, cogí el lápiz y me preparé para seguir escribiendo. Nada ocurría, ningún impulso me llevaba a escribir, ni aún habiendo cerrado los ojos. Pasé una hora (más o menos) tirándome de los pelos, intentando volver a encontrar mi inspiración, pero no era fácil. Era como si hubiera de hacer algo más antes de proseguir.

De improviso, algo me hizo alzar la vista de la hoja en blanco y observar la televisión. Curioso, ni siquiera sabía por qué lo había hecho... pero había algo en ella que me instaba a encenderla. Realmente ya estaba harto de sentir todas esas sensaciones y no conocer su origen. Era como si estuviera predestinado a que hiciera algo y algún lugar recóndito de mi mente, el cual desconocía, lo supiera. Y ese “algo” me estaba mangoneando una y otra vez como un jefe que controla a sus empleados.

Pero aún con estos pensamientos, aún siendo consciente de todo ellos, simplemente por curiosidad me levanté de la silla y me acerqué al mueble donde reposaba la televisión (cabe decir que era uno de los pocos elementos tecnológicos “actuales” que podía encontrar en mi casa, pues era mi unión al exterior: mi medio para poder informarme de lo que acontecía en el mundo). Pronto supe lo que mi desconocido amigo (ese que me hacía llevar a cabo cosas que ni siquiera me había planteado) quería que viera. El canal que se mostró era el de “Noticias 24 Horas”, y mientras aparecían algunas imágenes de un lujoso edificio se podía leer en el titular ubicado en la parte inferior de la pantalla: “Roberto Velázquez, director de la multinacional “SPAIN INDUSTRY” muere de un inesperado ataque al corazón”. En ese momento fue a mí a quien casi se le paró el corazón. Aquél era el personaje a quien yo acababa de matar en mi historia. Aquél era el personaje al que yo había querido ver muerto hacía dos días. Subí el volumen de la televisión y atendí, pasmado y asustado, a la noticia. Al parecer se acababa de conocer el suceso debido a algunas filtraciones que habían ocurrido tras la llamada de la mujer del directivo al 091. “La velocidad a la que se han difundido los hechos es algo inusual...”, apuntaba la reportera que se encontraba frente al edificio en el que estaba la vivienda del difunto. Seguidamente pasó a entrevistar a alguno de los vecinos, ricachones asustados, que se encontraban cerca de ella.

Apagué la televisión con estrepitosa velocidad y lancé el mando lejos de mí, oyendo como caía consecuentemente al suelo. Aquello no podía ser, habían demasiadas casualidades: mis acciones irracionales, mis instintos, el extraño libro, la extraña historia, la muerte del directivo tanto en esta como en la realidad... muchas coincidencias. Si la muerte hubiera ocurrido algún tiempo atrás, antes de que hubiera escrito mi historia, podría resultar algo normal: una casualidad sin más; pero que muriera tan repentinamente y sin razón aparente no era normal. Empecé a híper ventilar mientras miraba mi propia letra, inconfundible. Durante un instante quise deshacerme del objeto asesino, tuve miedo a lo que pudiera hacer, creí incluso que había sido enviado por el propio diablo para tentarme a hacer cosas que no debía llevar a cabo. Pero la cuestión crucial no tardó en llegar a mí: ¿Cómo? ¿Cosas que no debía llevar a cabo? ¿Qué estaba diciendo? ¿No había sido yo la persona que había condenado a ese personaje en mi pensamiento? ¿No era yo el que había despreciado a mi país, a mi justicia y a mi propia sociedad solo por el hecho de haberle absuelto ante tales pruebas de culpabilidad? No, no debía dudar. Él se lo merecía, y si yo era quien había realizado la acción mejor para mí. Mi deseo había empezado a cumplirse: cambiar el mundo, y solo era el principio. Puede que yo no fuera juez ni representara a mi sociedad, ni tuviera, “teóricamente”, la potestad para llevar a cabo tal cosa; pero era el único que podía hacerlo y eso era lo que me daba el derecho a llevarlo a cabo. Fuera el miedo y el arrepentimiento, no pude hacer más que tener unas enormes ganas de seguir escribiendo. Había tanta gente a la que debía ajusticiar, tantos males que purgar... y no podía esperar ni un segundo. En ese momento sí que sentí la misma sensación que había experimentado antes. Cogí el lápiz con brusquedad, estampé la punta contra la hoja y cerré los ojos de nuevo.

En esta ocasión ocurrió algo diferente. Si bien en el pasado mientras escribía todo había sido oscuridad y silencio, como si hubiera habitado la nada, en ese momento hubo un factor que me apartó de esa nada. Empecé a recordar una reflexión que había llevado a cabo hacía unos días, el mismo día en el que tuve deseos asesinos. En mis pensamientos... condenaba a mi padre a la muerte. La cosa era del siguiente modo: mi padre había sido el abogado defensor del directivo, y aunque su palabrería y dialéctica no habían sido cruciales en el caso, al fin y al cabo él había defendido al malvado hombre por encima de su integridad moral y su humanidad, tan solo por trabajo. El odio hacia él fue casi una expansión del odio hacia su cliente, pero es innegable que durante unos instantes me causó repugnancia, le vi como un ser diabólico, alguien que no podría vivir en el mundo de justicia y neutralidad que yo quería crear. La mano seguía escribiendo sin descanso mientras este pensamiento perduraba en mí. Muerte... injusticia... odio... todo debía ser purificado, todo debía desaparecer (al fin y al cabo polvo fuimos y en polvo nos convertiremos).

Abrí los ojos cuando aún ni siquiera había dejado de redactar. ¿Qué demonios estaba haciendo, qué era lo que estaba pensando? ¿¡Matar a mi padre!? ¿¡Cómo iba a hacerlo!? ¡¡Era aberrante!! Por mucho que él hubiera defendido a una persona culpable (bajo mi consideración), todo lo que había hecho era ganarse el pan. Así se movía la sociedad de mi época: teniendo que trabajar y rebajarse hasta límites inhóspitos para poder vivir tú y aquellas personas que conformaban tu familia. Yo no le podía culpar por eso, de hecho, yo vivía gracias a ese trabajo. Condenar a mi padre era condenarme a mí mismo. ¡Nunca! Y el hecho es que sabía (no lo sentía, lo sabía) que aquello que estaba escribiendo no estaba guiado por un camino diferente que no fuera ese...

Sin dudarlo un solo segundo cogí el libro que había encima de la mesa y lo lancé rápidamente a la chimenea ardiente y crepitante. Allí ardiera ese arma del infierno. A mí nadie me convertiría en una bestia. Y mientras observaba como se consumía entre las llamas, me lo pregunté: ¿Había sido el propio libro el que había manipulado mis acciones, o era una parte desconocida de mí la que actuaba...?

¿Sabéis?, algunas veces creo que ese libro fue un arma del infierno, un arma de doble filo. Por una parte, sacaba lo mejor de mí: mis mejores habilidades; y por otra sacaba lo peor: aquello que yo ni siquiera me habría atrevido plantearme dos veces. Hay cosas en nuestra mente que no nos gustarían, tenemos que controlarlas y esconderlas porque si escaparan de nuestro control aquello que provocarían nos marcaría de por vida. Pero el instinto humano, el demonio, el mal, aquello que todos tenemos siempre es partidario de sacar esa negatividad. A él no le preocupa la ética ni la moral, solo busca su deseo egoísta: caos, descontrol, salvajismo.

Nuestro deber como seres humanos con capacidad de decisión es la de controlarlo y limitarlo; porque no somos solo una res extensa que actúa (un cuerpo), sino que también somos una res pensante que decide (mente).
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